Cruzó
el largo pasillo sin levantar la vista en ningún momento. A ambos lados se
abrían, como bocas desdentadas, ventanas y puertas sin marcos, eran agujeros
negros hechos a golpe de pica en las viejas paredes de bahareque.
A veces sentía sobre su hombro, o su mejilla, un haz de luz
tibia que venía de los agujeros, una voz lejana, el chillido de la madera bajo
algún peso, una bocanada de aire caliente que alcanzaba a estrellarse contra su
oreja; pero aún así, no levantó la vista ni detuvo su marcha. Miraba sus pies
aparecer debajo de sus rodillas y solo pensaba que si consiguiera llegar al
final, si lograra salir con vida, podría estar plenamente seguro de que nada
nunca lo mataría.
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